domingo, 16 de marzo de 2008

Historia del Teatro chileno

Teatro Chileno
Aunque aparentemente exigua, la producción teatral chilena exige un cuidado sumo al que desee elaborar un cuadro critico exhaustivo de ella. El género dramático, alma del complejísimo arte escénico, surge sólo en ambientes culturales evolucionados. Acelerar en forma artificiosa su desenvolvimiento perjudica la autenticidad indispensable de correspondencia entre el arte y su medio. El teatro nacional, benigno, sin embargo, ante los influjos foráneos, acoge, no siempre con éxito, las experiencias técnicas, temáticas o expresivas trasplantadas a nuestros escenarios por encientes compañías extranjeras. Fluctúan te entre la adaptación y la originalidad, el verso y la prosa, lo universal y lo puramente criollo, lo jocoso breve y lo serio extenso, el teatro chileno ha recorrido ya la parte más azarosa de su camino, en la cual numerosas producciones, no siempre carentes de valor, han debido contentarse sólo con una decente publicación. Así acontece con las obras Al amor vence el dolor (1803), de Juan Egaña, y Camila (1817), de Camilo Henríquez, patriarcas del teatro nacional. De la fe de estos escritores citados en las posibilidades de nuestra literatura dramática, han quedado vigorosos documentos periodísticos, tan interesantes para el investigador como los artículos teatrales insertados por Andrés Bello en las páginas de £1 Araucano. Está afición de Bello fructifica en Los amores del poeta (1842), de su hijo Carlos (1815-1854), drama de escaso mérito artístico, pero de innegable trascendencia histórica por la influencia ejercida. Ese misino año, el valenciano Rafael Minvielle (1800-1871) publicó en Santiago la obra Ernesto, generada como la anterior en un romanticismo de raíz europea. Su calidad literaria es superior, pero su aceptación se debió más que nada a motivos circunstanciales.
Es interesante anotar en estas reflexiones preliminares el carácter de constante temática que presentan los asuntos históricos nacionales o externos. En 1850, Salvador Sanfuentes escribe Juana de Nápoles, de originalidad y valor muy discutibles, seguido en 1858 de La conjuración de Almagro, de Guillermo Blest Gana, más amigo del aspecto formal que de la solidez interna. Carlos Walker Martínez (1842-1905) compone el drama Manuel Rodríguez en 1865, basado en sabrosas anécdotas populares, muy del gusto, en consecuencia, de la masa de aquellos años. En 1874, Daniel Caldera (1852-1896) agrega a esta serie Arbaces o El ultimo Ramsés. Domingo Izquierdo (1859-1886), no obstante, su débil talento teatral, obtiene con el drama La Quintrala (1884) una de las versiones más originales de la vida de esta mujer, presentada en , un ambiente delineado con acierto. Se suman luego, en 1884, los títulos Luis Carrera y Don Alonso de Ercilla, de Pedro Nolasco Urzúa, dramas hoy totalmente olvidados. Antonio Espiñeira añade, en 1886, Cervantes en Argel. Con material extraído de la guerra del Pacífico, Juan Rafael Allende (1848-1909) construye los dramas El cabo Ponce y El general Daza, en 1898 y 1917, respectivamente. Max Jara y Carlos Mondaca adaptan para el teatro, en 1911, la novela Durante la Reconquista, de Alberto Blest Gana. Como punto final de esta visión panorámica formada por elementos escogidos un poco al azar, tenemos La batalla de tacna (1922), de Fernando Muriel Reveco (1853-19?). En la mayor parte de estas obras de matiz histórico, escritas por lo común en versos, el estilo se inclina hacia la técnica romántica, interferida al comienzo por el frío didactismo neoclásico y hacia el final por el detallismo costumbrista del realismo.
Paralelamente al drama histórico, se desenvuelven variedades temáticas plausibles, revestidas en un principio con las formas livianas del saínete o apoyadas en los recuerdos musicales de la zarzuela. Famosas fueron entre estas últimas Jugar con fuego (1858), de Ventura de la Vega; Los diamantes de la corona (1858), de Francisco Camprodón, y El pasaporte (1865), de Guillermo Blest Gana. Si estas zarzuelas, vehículo muy usado por el teatro lírico pos-romántico, se limitaron más bien a revivir éxitos peninsulares, los sainetes, en cambio, sirvieron de expresión utilísima al nacionalismo literario, tan grato a Lastarria y Jotabeche.
3. Al comenzar la segunda mitad del siglo XIX, se, agrega al teatro nacional un tinte costumbrista, en que lo irónico y lo critico se hermanan. A El jefe de la familia (Raúl Silva Castro publicó en 1956 un excelente estudio de esta obra)» (1858), de Alberto Blest Gana, creación satírica aceptable, siguen las producciones de méritos muy desiguales de Román Vial (1833-1896) y Valentín Murillo (1841-1896), dos autores dramáticos de segundo orden que abonan el terreno a Daniel Barros Grez (1834-1904), con Choche y Bachicha (1872) el primero y con El patio de los tribunales (1872) Murillo. Entre las obras de Barros Grez, breves y entretenidas, sobresalen Como en Santiago (1875), Cada oveja con su pareja (1879), El tutor y su pupila (1880), Ir por lana (1880), Casi casamiento (1881) y El ensayo de la comedia (1889), todas ellas gratas incluso al exigente gustó de nuestros días. La tendencia didáctica del autor no alcanza la frigidez o mesura excesiva que suelen presentar las obras neoclásicas. A sus personajes, extraídos de la clase media, les infunde gracia y personalidad suficientes como para disculpar cualquiera intención moralizadora del tema. Es digno también de recordarse en este capítulo Antonio Espiñeira (1855-1907). Aunque poco fecundo, poseía un verdadero instinto dramático, visible de un modo especial en la caracterización de personajes. Lo sicológico y lo vernáculo cautivaron preferentemente su atención. Celebrada fue Chincol en aceite (1876), graciosa pugna palladoresca entre un roto dicharachero y un huaso vivaracho. Daniel Caldera (1852-1896), sin romper del todo con el costumbrismo, analiza en El tribunal del honor (1877), drama de clave, en prosa y de carácter realista, uno de esos problemas sociales que tanto interesarán a los dramaturgos de algunos decenios más tarde. Su producción, sin originar escuelas, figura como una avanzada artística del positivismo, filosofía que a través de Un juez campesino (1920), de Adolfo Urzúa (1863-1937), se lanzará hacia el siglo XX en busca de un ambiente más propicio. Aunque Caldera fue incapaz de remontarse, como su afán de universalizar lo nacional requería, supo ahondar en los valores humanos. En 1885, el costumbrismo incursiona decidido dentro de lo exclusivamente criollo con el saínete Don Lucos Gómez, de Mateo Martínez Quevedo (1848-1923), que despertó inusitado interés a pesar de su pobreza temática y formal. El argumento proviene en gran parte de El caballero y el huaso, una de las cuatrocientas fábulas originales de Barros Grez.
Los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX se caracterizaron por un receso en la actividad creadora. Cabría mencionar si las obras de Emilio Rodríguez Mendoza, pues son las únicas que logran romper la apatía nacional. La probable causa de esta esterilidad radica en él desorbitado apego al género chico (Se denomina así a las obras, livianas o breves, como la zarzuela o el sainete) español que predominó sin contrapeso en el ambiente teatral chileno. Solamente a partir de 1810 es posible observar una recuperación en nuestros dramaturgos. Por desgracia, este impulso se ve pronto obstaculizado por inclinaciones literarias que provocan una lamentable dispersión. El auge del género novelístico, la tradición de los estudios históricos y el interés creciente del periodismo pueden considerarse como causas básicas de este desbande. Promisorios fueron los nombres de Aurelio Díaz Meza, Antonio Orrego Barros, Víctor Domingo Silva, Eduardo Barrios y Rafael Maluenda. Del primero de ellos es


digna de mención Rucacahuiñ (1918), zarzuela tan interesante como el drama Bajo la selva (1913), ambientado en la época de las guerras de Arauco. En la producción de Orrego Barros y con un estilo que hace pensar en los hermanos Alvarez Quintero, se destaca La marejá (1911). En 1908, Víctor Domingo Silva estrena El pago de una deuda, en un acto. La vacilación técnica de esta producción aparece sucesivamente superada por Como una ráfaga (1910), Nuestras víctimas (1911), La vorágine (1916), Más allá del honor (1923) y Fuego en la montaña (1938). Un hondo sentido patriótico y un tono místico de predicador social uniforman el estilo dramático de Víctor Domingo Silva. El vocabulario es amplio; gusta de la expresión sonora. A Eduardo Barrios, en cambio, lo atrae más el análisis de caracteres que los problemas sociales. Su teatro proyecta capítulos de la vida de nuestra clase media en constante transformación. La realidad con sus casos de conciencia, sus crisis morales y sus inquietudes anímicas revive en un estilo que sabe usar la técnica con talento. En Mercaderes en el templo (1910) hay tal vez demasiados resabios románticos, pero la intuición sentimental lo libra de la sensiblería. Por el decoro (1912) es un entremés en que el naturalismo se anuncia con su inclinación a los estudios minuciosos, verticales de la vida humana. Lo que niega la vida y Vivir son dramas dolorosos, irónicos y pesimistas, reflejos de situaciones cotidianas. Publicado el primero en 1914 y el segundo en 1916, son cómodos documentos de estados sociales y progresión estilística. La intriga está, bien llevada; la ación es lenta. De los personajes, las mujeres aparecen mejor estudiadas. La producción dramática de Rafael Maluenda surge alimentada por el teatro francés. Se inicia con el entremés Por un clavel (1907), al que añade luego La suerte (1911), con marcado acento ibseniano; Luz que no muere (1920), La madeja del pecado (1920) y Triángulo (1930), 9e corte sobrio donde resalta un diálogo bien estructurado. Para el cine compuso La víbora de azabache.
5. A mediados del segundo decenio del presente siglo, empiezan.a notarse las influencias del comediógrafo y actor español Manuel Díaz de la Haza. A su nombre están unidas las representaciones de El bordado inconcluso (1913), de Daniel de Ja Vega; Vida cruel (1913), de Víctor Domingo Silva; El asedio (1915) y AíaZ hombre (1918), de Rene Hurtado Borne (1887-1960); La süla vacia (1912), de Juan Manuel Rodríguez (1884-1917). Pero es indudable que la figura sobresaliente entre los elementos formados por Díaz de la Haza es Armando Moock (1894-1942), dramaturgo inteligente, con disposiciones dramáticas excepcionales. Perspicaz, oportuno, hábil en la intriga, natural en los desenlaces, mueve los personajes con soltura; no se, excede en el sentimentalismo, ni se propasa
en metódicas lucubraciones. La expresión, sin ser perfecta, peca raras veces contra la propiedad estilística. La originalidad es relativa. La primera creación destacada de Mobck es Isabel Sandoval, Modas (1915), drama urbano de fondo sicológico, desarrollado en dos actos. La sencillez y la claridad extremas del fondo y de la forma constituyen su adorno máximo. La rapidez del diálogo suele tropezar con las ponderadas reflexiones de don Alejo, remedos de aquel don Pedro de El café, de Moratin. La figura de Lalo, caracterizada con cierta arbitrariedad, reaparecerá en Rebeca, de Pueble-cito U918). En Juan, el hermano pródigo, se vislumbra un Martin Rivas, con menos sinceridad y adversa fortuna. La lectura de'Pue-blecito deja la impresión de una obra acabada. Los caracteres y el ambiente provincianos aparecen estudiados prolijamente. Una trama amena e interesante se desenvuelve en un estilo conciso, jalonado de observaciones amorosas de carácter doméstico. Entre los personajes resalta Marta con la frescura vivaz de su formación urbana; Rebeca, amorosa y resignada; Juan Antonio, apasionado y voluble. Dos años más tarde Armando Moock representa en Buenos Aires, donde desempeñaba el cargo de cónsul de Chile, La serpiente, tal vez el mejor estudio de caracteres del teatro nacional. El desparpajo de Carmen Rosa, la madura ingenuidad de Mirella, la romántica indecisión de Roberto, la neurosis de Pedro, la filosofía paradojal de Manríquez, la personalidad indefinible de Luciana, son recursos conflictuales adecuadamente manejados. Ciertas impropiedades lingüisticas y la lentitud del segundo acto no restan méritos al drama. La serpiente ha sido traducida al inglés y al portugués. El ambiente argentino explica algunas peculiaridades de Mr. Ferdinand Pontac y mocosíí&, estrenadas en Chile en 1929.
En este segundo decenio se ubican las obras más conocidas de Eduardo Valenzuela Olivos (1882-1948), y Hugo Donoso Qaete (1900-1918). Valenzuela "Olivos maneja en una trama sencilla un ideario de apariencias inocentes, pero de claro fondo doctrinal. Cultiva la poesía y la prosa. En 1909 edita una serie de poemas con el titulo de Infantiles, completada en 1944 con Poesía de la niñez (poesías, monólogos, diálogos y comedias para niños). En 1915, basado en un tema bélico, escribe un drama en versos titulado El toque del clarín, seguido ese mismo año del breve y excelente juguete cómico en prosa Veraneando en Zapallar, jocosa critica social en un acto, veinte escenas y ocho personajes. En 1917 añade a su producción dramática El porvenir de los hijos, comedia en tres actos y en prosa. Donoso Gaete, muerto trágicamente en la adolescencia, es recordado en la historia del teatro nacional por el popular drama ¿os payasos se van (1917), obra de corta extensión, en dos actos, una escena en cada acto y ocho personajes. Fue estrena-
da por la compañía de Manuel Díaz de la Haza el mismo año de su producción, pero sólo en 1932 aparece editada. Dignas de destacarse son las caracterizaciones de Rafael, el protagonista, amador de corte romántico y liberal; Ramón, el abuelo, dicharachero, experimentado y alegre; Sinforosa, remedo del gracioso lopesco.
7. En esta misma época empiezan a sobresalir numerosos dramaturgos de muy variada temática y distinta valoración estética. Entre ellos cabe mencionar a Nathanael Yáñez Silva, Antonio Acevedo Hernández, Pedro Sienna, Pedro J. Malbrán, Carlos Carióla, Lautaro García, Rafael Frontaura, Germán Luco Crucha-ga, Alejandro Flores, Alvaro Fuga Fisher y Gustavo Campaña. Nathanael Yáñez Silva (1884-1965), es más apreciado por su valor histórico que por la calidad intrínseca de su producción. Acevedo Hernández (1886-1962) cultiva temas folklóricos en que los problemas del hombre humilde y la intención social lo ocupan todo; el estilo es desordenado, pero la expresión se mantiene clara y llana, a la 'usanza naturalista. Acevedo Hernández tiene la sin. ceridad vigorosa del hombre apasionado. Cardo negro (1913), Por el atajo (1920) y La canción rota (1921) pueden servir de ejemplo de su teatro criollo. Pedro Sienna (Pedro Pérez Cordero), personalidad bohemia e intelectual múltiple, nacido en San Fernando en 1893, se formó en la célebre compañía de Báguena y Bührle, heredera de la fama de Díaz de la Haza. Junto a sus creaciones dramáticas, como ¿as cabelleras grises (1932), habría que citar el libro de sonetos El tinglado de la farsa (1923), inspirado en ambiente de teatro, y la novela ¿a caverna de los murciélagos (1920), obra irónica contra los críticos del arte escénico. En la producción y en la vida de Pedro Sienna el romanticismo dejó su impronta. El premio de teatro fue justo reconocimiento a su labor atraída incluso por las actuaciones del cine. Pedro J. Malbrán (1894-1955) sobresale por creaciones breves, saínetes de circunstancias, amenos y graciosos como El cañonazo de las doce, ¿Dónde está Charito? y El misterio del tres por siete veintiuno. Carlos Carióla (1895-1960) gusta también de los temas festivos y de actualidad. Entre sus aciertos figura Entre gallos y medianoche (1919), que recuerda un poco a Don Lucas Gómez. Lautaro García, crítico teatral, aunque no se ha dedicado por entero al teatro, ha logrado interesar por algunos trabajos, como El rancho del estero (1920), de corte costumbrista. Rafael Frontaura (1896-1966), brilló, al igual que Alejandro Flores (1896-1962), más como actor que como autor. Ambos han sido distinguidos con el Premio Nacional de Teatro. Del primero se recuerda ¿o oveja negra (1930); de Alejandro Flores, ¿a comedia trunca (1932). La influencia ejercida por ellos en calidad de propul


sores del interés hacia las representaciones dramáticas es incalculable, tal como acontece con el valenciano Pepe Vila (1861-1936), ídolo del público santlaguino y porteño. Alejandro Flores, no obstante su vena jocosa, ha preferido insistentemente los asuntos graves, sentimentales, en que los problemas sociales encuentran favorable acogida. De Germán Luco Cruchaga (1884-1936) se ha actualizado con éxito La viuda de Apablaza (1928), movido drama de asuntos rural. En 1926 escribió Amo y señor, que tuvo poca aceptación. Gustavo Campaña (1902-1958), al igual que Lucho Córdoba y Alvaro Puga Fisher (1899-1949), siguió la línea de lo cotidiano. Campaña fue un libretista radial apreciado por el público.
Hacia 1940, los deseos de constituir un teatro nacional se acentúan en un grupo de jóvenes de la generación de 1942, emprendedores y de capacidad artística indudable, entre los que sobresalen Pedro de la Barra, autor de Viento de proa (1915) (Watergatí Theatre de Londres la estrenó antes con el titulo de HeaAwind) y La feria (1939); Agustín Siré, María Maluenda, Pedro Orthous, Bélgica Castro, Zlatko Bracio. Es la época en que el teatro poético de Federico García Lorca, sucesor del de Benavente divulgado por María Guerrero, prende en nuestra juventud, gracias al trabajo de Margarita Xirgú. Asi lo vemos en la producción de Santiago del Campo (1916-1962) (Fue también poeta y periodista), Paisaje en destierro (1937), California (1938), Que vienen los piratas (1942) y Morir por Catalina (1948). Dignas de mención resultan otras de sus obras, como una trilogía de la guerra (1946}, integrada por La última hada, Otra vez como antes y El traidor; El hombre que regresó (1947), premiada por el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, el actual ITUCH; El depravado Acuña (1953); una adaptación de la novela Martin RivOs; Creo en Dios; K. O. Ramírez (1980), La casada infiel (1961), Monte Niebla (1961), nueva versión de California; El octavo día, El romancero gitano y Futría, todas de 1962.
Desde la fundación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile en 1941 y del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica en 1942, el arte escénico nacional ha experimentado un notable progreso. La despreocupación que podría objetársele frente a lo nacional, la ha subsanado felizmente la Sociedad de Autores Teatrales Chilenos (SATCH), verdaderos forjadores del teatro nacional contemporánea. El Teatro de Ensayo ha enderezado rumbos en igual dirección.
Hoy encontramos una serie de nuevos valores. Entre ellos sobresalen Luis Alberto Heiremans, Sergio Vodanovic, Jorge Díaz, Fernando Debesa, Gabriela Roépke, Fernando Cuadra, María Asunción Requena, Isidora Aguirre, María Elena Gertner, Camilo Pérez de Arce, Egon Wolff y Alejandro Sieveking. En su mayor parte pertenecen a la generación de 1957.
Luis Alberto Heiremans (1928-1964), médico, fue un dramaturgo de realización plena. Su nombre se recordará junto a las figuras más representativas de la renovación literaria propiciada por la promoción del 57. En -un plazo breve compuso la mayor parte de sus obras: Noche de equinoccio, estrenada en 1951, marca el punto de partida; siguen, luego, La hora robada (1952), Premio Municipal de Teatro; La eterna trampa (1953); Navidad en el circo (1954), adaptación de una obra francesa de Ghéon; La jaula en el árbol (1957), Premio de la Crítica; Esta señorita Trini (1958), historia de una muchacha enamorada absorbida por un mundo exor-bitado y barroco, comedia musical escrita en colaboración con Carmen Barros; Los güeñas versos (1958 y Sigue la estrella (1958), piezas que constituyen una nueva forma de auto sacramental; Moscas sobre el mármol (1958), de dramatismo hondo por la tensión conflictual permanente y multilateral; Es de contarlo y no creerlo (1958), adaptación de una obra norteamericana; El diálogo de las carmelitas (1958), adaptación con Gabriela Roépke de la obra del mismo nombre de Georges Bernanos. Publicó también las novelas Los demás (1952), Seres de un día (1960) y Puerta de salida (1964). En pocos dramaturgos es tan visible como en Luis Alberto Heiremans la unidad temática mantenida en la producción. Toda ella está encadenada por un sentido de soledad cósmica del hombre, de incomunicabilidad. Sus personajes) son criaturas de carne y hueso y no meras ficciones de literatos; sin embargo, en ocasiones, como en La hora robada, se vive fuera de la ¿realidad cotidiana: reina lo maravilloso.
Sergio Vodanovic (1926) empezó su producción con El príncipe azul (1947), pieza en un acto. En 1952 estrenó un drama tenso y bien estructurado, El senador no es honorable, obra distinguida con cuatro premios de categoría. Añade, en 1953, una comedia liviana, Mi mujer necesita marido, llevada en Méjico al cine. De igual índole es La cigüeña también espera (1953). La más alabada de sus creaciones apareció en 1959 con el bello título de Deja que los perros ladren. Podría establecerse cierta similitud de motivos entre esta obra y las novelas El cepo (1958), de Jaime Laso, y En vez de la rutina (1959), de Waldo Atías. En las creaciones livianas puede rastrearse, por los gustos y tendencias, la presencia de Jardiel Poncela. Vodanovic admira a Arthur Miller, el recordado autor de Todos son mis hijos. Su teatro rebasa lo nacional al enfocar problemas humanos universales, como la desorientación juvenil, la ausencia de ideas directrices, la lucha entre valores fundamentales y valores secundarios. Su profesión de abogado confiere cierto matiz logicista a sus obras. Cabe hacer notar que Sergio Vodanovic estudió técnica teatral en la Universidad de Columbia con Eric Bently y en la Universidad de Yale con John Gassner. Sus personajes, por la tendencia de Vodanovic a la síntesis, suelen dar la impresión de seres descarnados, pero en el fondo resultan auténticamente humanos. Viña obtuvo el Premio Municipal en 1965, junto con Ayayema, de María Asunción Requena (1915).
En Fernando Cuadra (1927), desde sus primeras producciones, nacidas al calor de García Lorca, es posible observar una decidida vocación hacia lo original. En 1945 publica La encrucijada, drama sicológico en que los personajes se detienen a examinar la esencia espiritual que se les ha asignado. En 1948, Los Medeas añade un nuevo elemento a su progreso. La ciudad de Dios (1949), misterio medieval trágico que persigue una síntesis de lo ideal y lo concreto, despierta juicios encontrados en la crítica teatral. Pesa sobre sus producciones una nota de soledad que traduce la inquietud del artista por encontrar su propio camino. En Las murallas dé Jericó (1950), tragedia con aroma bíblico, logra una expresión cabal de los problemas que conmueven al mundo de nuestros días. En 1951, Fernando Cuadra estrenó con éxito Elisa, fábula risueña, discordante con la seriedad temática preferida por él. El matiz criollo que allí se presiente anuncia cambios en el teatro de Cuadra. Después de publicar La desconocida (1954), añade a sus experiencias la que otorgan los viajes. Conoce y estudia los ambientes teatrales de España, Francia, Italia y Portugal, y allí brota una fórmula en que lo humano y lo técnico, lo social y lo estético hunden sus raíces en un nacionalismo trascendente. La vuelta al hogar, estrenada en 1955 en Madrid, fue la primera realización de esta idea. Esta obra aporta un antecedente útil para la interpretación de Doña Tierra (1956). En 1958 escribió El diablo está en Machalí, seguida en 1960 por El mandarrias y Rancagua, 1914, producción de índole histórica. La adaptación de la novela Los últimos días (1966), de Fernando Rivas, y La niña en la palomera (1967) cierran por ahora su labor. El arte de Fernando Cuadra es bien delineado; sus diálogos, fluidos y jugosos. Sabe aunar con tino lo poético y lo prosaico de la vida.
Isidora Aguirre (1919) ha escrito obras elogiadas por la crítica teatral, como Las Pascualas (1957) y La pérgola de las flores (1960), en colaboración esta última con Francisco Flores del Campo. Anteriormente había publicado Pacto de medianoche (1954» y Carolina (1955). En sociedad con Manuel Rojas compuso Población Esperanza (1959).
Gabriela Roepke (1920) dramatiza conflictos humanos deriva dos del enfrentamiento del hombre con su realidad o circunstancia. La conciencia de la soledad del ser humano en el universo; la certidumbre de la muerte al final de cada línea vital, pueden despertar el espíritu de lucha en el individuo o llevarlo a la autodestrucción. Gabriela Roepke, conocedora de la sicología de sus personajes, plantea situaciones de agudo suspenso en que se insinúan posibilidades diversas de solución. Una onda lírica suave comunica rasgos de emotividad subyacente y fina a sus héroes. Los estudios de arte dramático realizados en Estados Unidos la ayudan en su afán de universalizar sus creaciones, sin romper los nexos entre el arte y la realidad. Entre las obras de Gabriela Roepke sobresalen La invitación (1954), Los culpables (1955), Las santas mujeres (1955), La telaraña (1958), Una mariposa blanca (1958), Juegos silenciosos (1959) y Los peligros de la buena literatura (1959).
Fernando Debesa (1921) prefiere teatralizar asuntos costumbristas enraizados en realidades auténticas, como se observa en la comedia Mama Rosa (1958), premiada, dos años antes de su publicación, por el Teatro Experimental. En los Juegos Literarios Gabriela Mistral, recibió un premio su drama El árbol Pepe. En 1961 agregó dos nuevos títulos: La posesión y la crónica dramática Bernardo O'Higgins, seguidas en 1962 de El guerrero de la paz.
Jorge Díaz (1930) es un dramaturgo que ha adquirido renombre con celeridad por lo novedoso de su técnica y arte en el ambiente nacional. Egresado de Arquitectura (UC) en 1953, ha cultivado el verso y el teatro. La más celebrada de sus obras ha sido El velero en la botella (1962) (Traducido al inglés por Jorge A. Cánepa, C. S. C., en 1964, con el titulo de The Sailboat in the bottle.), visión irónica y cáustica de la incapacidad del hombre moderno para amar, porque ha perdido el poder de comunicación con los otros seres. Sus tipos son más bien símbolos que personas. Viven en un mundo superrealista, distorsionado por "el vidrio de la botella que los encierra". Sin embargo, a pesar de la irrealidad de esos caracteres y de ese mundo, todo cuanto en la obra se dice resulta comprensible, aplicable. Recuerda un poco a Bertold Brecht. Hombre reservado, casi tímido, se entrega con pasión a la literatura, válvula compensatoria. Sus primeras producciones fueron Manuel Rodríguez (1957) y El cepillo de dientes (1960); luego, Un hombre llamado Isla (1960), Réquiem para un girasol (1961), El lugar donde mueren los mamíferos (1963) (Traducido al alemán en 1956) Variaciones para muertos de percusión (1964), El nudo ciego (1965) y Náufragos en el parque de diversiones (1965). Él ICTUS ha representado casi la totalidad de sus obras.






Cuentos chilenos

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